Lucía Díaz (Sevilla, 1965) forma parte de ese nuevo perfil de personas a las que la crisis está abocando a la pobreza. Una clase media formada, ajena a los colectivos que monopolizaban los servicios sociales y que, un lustro después del estallido de la burbuja, cuando se agotan las prestaciones para los primeros en caer en el paro, se están quedando sin salidas. Creció en el barrio de Rochelambert. Es la pequeña de siete hermanos que, con el esfuerzo de sus padres -él, jefe de equipo en la Cruzcampo, ella, ama de casa- estudiaron en buenos colegios (en el Claret, en las Mercedarias de la Asunción). Se diplomó como arquitecta técnica en 1997. Le gustaba, tenía salidas, nunca le faltaría el trabajo. Eso pensaba. Ha ejercido de jefa de obras de viviendas en Bormujos, Camas, Sevilla, Castilleja de Guzmán y Vejer. Ha trabajado en escuelas taller, en Prodetur, la empresa de desarrollo de la Diputación, impartiendo un curso de mantenimiento de edificios.
Suma once años de experiencia. Pero hace unas semanas, en un intento por buscar alternativas acudió a la Cruz Roja. Lleva tres años en el paro y sobrevive con una ayuda familiar de 426 euros, que ha intentado completar cogiendo aceitunas, cuidando a mayores o limpiando. Iba pensando en que quizá la orientaran, que tendrían bolsa de empleo. Pero volvió con varios paquetes de macarrones, leche y galletas, hecha un mar de lágrimas. Le han dicho que tiene derecho a esas ayudas. Tiene una hija de ocho años, que cría sola -física y económicamente- desde los siete. Técnicamente, forman una familia monoparental.
Pero, a pesar del desánimo y la tristeza que la paralizan a días, acepta superar el pudor y aportar su testimonio, un ejemplo de tantos que se esconden detrás de las cifras, sólo si sus palabras reflejan sus ganas de salir adelante. Quiere romper el bucle en el que se siente atrapada. Espera "llegar a concienciar a alguien" para que le ofrezca "una oportunidad" y que pueda salir "de este callejón sin salida aparente".
Y denuncia la falta de alternativas para los técnicos del sector de la construcción, que se descartan de las escasas ofertas laborales que salen. Sólo los compañeros que optaron por opositar se han librado por ahora del desempleo. Quiere denunciar el hándicap de ser mujer, pues su último empleo como aparejadora fue por horas, para poder compatibilizarlo con el cuidado de su hija y el de su madre dependiente, que falleció en enero; y las "mentiras de los políticos", del sistema y de todo cuanto se dice sobre la orientación laboral. "Tengo 46 años, se me está frustrando la vida, debo luchar por mi hija, pero una trabajadora del SAE de Camas me ha dicho que tengo una edad mala y no puedo aspirar a trabajar en Europa, mi titulación no está homologada". "¿Dónde están los cursos para que los mayores de 45 años podamos reciclarnos?".
Ha hecho cursos de formador de formadores, de teleformación, se ha apuntado a webs, como le han recomendado desde el SAE. Ya no tiene internet en casa. Lo hace desde un centro Guadalinfo. Apenas puede pagar cinco euros cada dos meses de móvil. Para moverse de Castilleja de Guzmán, donde vive desde hace quince años, debe pedir dinero para el autobús. Pedir, para quien no está acostumbrado, supone un esfuerzo y desgaste psicológico y un parche fugaz. La gente no lo comprende. Veinte euros. Unos yogures, pescado, carne para la niña. El coche se le averió y no puede arreglarlo. Es el círculo en el que bracea, con su inseparable hermana Ana, que le anima a que la entrevista sea en una cafetería, que salga, se arregle y se insufle ánimos. Juntas, le dan vueltas a la cabeza para intentar cambiar las cosas. Se animan cuando se les ocurre algo. Luego viene la sensación de derrota.
Pese a todo, quiere reivindicarse. "Si he llevado un grupo humano de hombres en una obra, puedo llevarlo en otro campo". La última "injusticia" que la ha enardecido ha sido por la selección del personal para un taller de empleo en Castilleja de Guzmán. En el SAE, le dijeron que la debían haber llamado para la entrevista de director, pero la comisión mixta que se está encargando ha pedido para el puesto un año de experiencia en la misma función. La normativa no lo exige.
También la han dejado fuera de la bolsa de monitores para el programa Ribete -de apoyo escolar para chavales de 12 a 16 años y actividades lúdicas- porque su titulación es de la rama de las ingenierías y exigen titulaciones de las ramas Jurídica o de Ciencias Sociales. Ha recurrido, sin respuesta. Incluso ha querido formar parte del alumnado de un taller de empleo, en un intento por reciclarse y lograr ingresos. La han descartado por su titulación. Sólo le hablan de que la podrían llamar para barrer calles, con un contrato temporal del plan de urgencia de la Diputación con los ayuntamientos.
"Lo que me quema no es buscar trabajo, me quiero centrar en eso, sino darme cuenta de que hay cosas que no están en mi mano". "Parece que debes perder la dignidad, si al buscar trabajo pones el acento en que estás preparada para algo más, te miran con cierta reprobación, te hacen sentir mal". O le dejan caer que acuda a la familia. Pero ella quiere salir adelante. No beneficencia.
Enseña una carta redactada en un cuaderno que va a enviar a José Chamizo, Defensor del Pueblo Andaluz. "Mi deseo y mi derecho es tener un trabajo con el que pueda mantener a mi familia, hacer frente a los gastos. Vivir sencillamente". Vuelve, una y otra vez, sobre esa idea. Quiere huir de la pena. Incluso se siente culpable por no lograr reponerse del todo y que su hija perciba su ansiedad.
"Los técnicos estamos peor que los obreros, que pueden hacer una chapuza e ingresar algo. Sé por donde va la red eléctrica, pero no sé poner un enchufe", pese a que hace mucho que no se le caen los anillos. Vendió los pocos que tenía, además. Ha buscado trabajo de forma sistemática, en Sevilla y, durante unos meses, lo intentó también en Málaga. Consultaba a diario las ofertas del SAE. Dejaba el curriculum en calles enteras. Logró trabajo cuidando a un anciano por las noches. Pero esta persona murió a los 21 días. Ha probado a coger aceitunas y, desde el pasado verano, limpia por horas.
Nada estable. Nada que se espere de una mujer formada. Trabajos difíciles de afrontar por primera vez con 46 años. En los olivares de Aznalcázar y cobrando por los kilos de aceituna recogidos, ingresaba diez euros frente a la Máquina, el apodo de la temporera rumana que se llevaba la palma. El hecho de ser mujer la ha condicionado casi desde el principio. Es algo que también evidencian los estudios: la nueva pobreza tiene rostro femenino. En el último trabajo que tuvo Lucía, en 2009, como arquitecto técnico en una escuela taller, tenía un contrato de 8.00 a 12.00. Lo aceptó porque podía atender a su hija y a su madre dependiente, que terminó en su casa, la única hija soltera. No se queja. Fue un lujo para ella.
No le quedó mucho paro. Pero recuerda una primera noche de ansiedad, cuando, tras los primeros días absorbida por las tareas domésticas, oyó en una tertulia que la recuperación económica no llegaría hasta 2014. Estuvo dos noches sin dormir. Luego han venido muchas más.
Ahora sobrevive con 426 euros. La hipoteca de su casa le suponía 470 euros al mes. Logró negociar y que el banco aceptara que, durante tres años, sólo pague 250 euros de intereses, 70 de seguro cada tres meses. Para ella es una prioridad por ser el hogar de su hija y por no comprometer a la familia que la avaló y más le está ayudando. Le quedan poco más de cien euros, que suelen desaparecer pronto: "pescado, fruta", algún "cuaderno" para la niña. Ha dejado de pagar impuestos y ya le han cortado la luz varias veces. Una carrera contra el desaliento.
Bienvenido a "no valen crujios", lugar de esparcimiento físico, mental y espiritual, de una panda de indocumentados nacidos a finales de los 70. Nos asustaba un muñeco con pelos de cable que se llamaba la bruja avería, jugabamos en un campo de futbol con 5 esquinas, fuimos al médico con un dolor ficticio en el hombro para que nos vendaran estilo Oliver Altón, comiamos pollo con bollo en lo alto de un capo y con nuestras diferencias compartimos una de las cosas más importante en la vida, la amistad.
Nuestra máxima ,"un hombre que no tiene amigos desde pequeño, ni tiene amigos, ni es un hombre"
Nuestra máxima ,"un hombre que no tiene amigos desde pequeño, ni tiene amigos, ni es un hombre"
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Sin palabras...
ResponderEliminarQuien no se indigne es que no está en este mundo. No hay derecho a esto.
ResponderEliminarNo puedo estar más de acuerdo contigo, pero es que Además tratan de descalificar a los indignados catalogandolos de antisistema, y yo reflexiono: soy antisistema? Si el sistema es el que vulnera los derechos humanos fundamentales, relegando a la miseria a personas honradas y trabajadoras mientras enriquece a especuladores con el dinero que sustrae a los primeros, puedo decir que sí, que no sólo lo soy sino que debo serlo. Tengo la obligación moral de rebelarme.
ResponderEliminarEstoy no sólo indignado, estoy hasta los cojones.